Siento profundo amor por esta tierra de montaña y en medio de la nostalgia, tomo las palabras del poeta que quisiera mías para recorrer «sus calles que van subiendo al cielo… y así poder tocar las nubes con las manos».
Por esas calles que empinando se van detrás de la neblina, se marchó a dictar clases en las escuelas del cielo la maestra CARMEN SANTANDER DE VILLAMIZAR o «Doña Carmen» como respetuosamente solíamos identificarla. En este peregrinaje terrenal hizo de la tarea magisterial la mejor clase de ternura.
«Doña Carmen» amó a esta villa con ternura porque en estas aldeas dejamos los «sepulcros de nuestra juventud» y, como dice Nietzsche, «solo donde hay sepulcros habrá resurrecciones».
«Doña Carmen» Amo esta tierra y cuando hablaba de sus alumnos su corazón aceleraba sus latidos. Ahora se marcha al cielo, la otra aldea en donde se vive en eterna primavera. Se fue como su peregrinaje terrenal: silenciosa y en discreta mansedumbre.
Ahora, «Doña Carmen» saborea su resurrección. Vive el pleno renacimiento de una maestra. Otra mujer que fue educadora y poetisa dijo que los maestros «Seremos Luz» y nunca alguien que habla desde el corazón fue tan humilde, porque «Doña Carmen» antes de volar al cielo ya era Luz. Siempre fue Luz. Ella era un fulgor presente, alegría viva, generosidad plena. Cientos de personas que fueron sus alumnos pueden dar fe de cómo se desvivía por cada una de ellas mientras ingresaban al «COLEGIO CERVANTES»: La sonrisa, el ánimo, la solicitud, la compañía, la mano en el hombro, la pregunta humana.
En esta hora de resurrección de «Doña Carmen» sólo podemos afirmar que se ha ido a descansar de tanta vida, porque si la vida de una persona se pudiera medir por la pasión al servicio, «Doña Carmen» vivió muchas.
Alguna vez un poeta dijo que «había un cielo lujoso para la gente buena y otro muy lujoso para la gente más buena». Allá en ese cielo está «Doña Carmen», porque nada artificial había en esta maestra. Siempre fue una mujer ganada por la autenticidad…
Maestra y vecina inconfundible de todos. No hubo residente de esta villa que no recibiera el afecto de su mirada limpia y de su sonrisa franca.
Fue incansable en el trabajó, salió adelante en medio de las dificultades y a pesar de transitar muchos desiertos siempre conservó la esperanza de que al final hay un oasis. Enseñó con el ejemplo, vivió al ritmo de sus creencias y de sus valores, amó infinitamente a los suyos y a quienes tuvimos el honor de conocerla y jamás escondió sus afectos, sus consejos, sus lecciones de vida, ni sus palabras. Supo luchar sin protestar contra la adversidad porque fue una mujer portadora de esperanza.
Le gustaba vivir, le emocionaba cada día y daba gracias a Dios por la existencia. Como maestra, fue una constructora silenciosa de patrias pero con la humildad de saber que era una persona más, sin complejos de superioridad, con lo cual podía aceptar el beso irrevocable de la muerte, como un acto más que termina, necesariamente, para renovar el infinito y deslumbrante escenario de la existencia.
«Doña Carmen» pertenece a ese reducido grupo de personas imprescindibles e insustituibles. «Doña Carmen» fue MAESTRA… SIEMPRE MAESTRA